-No des a la enseñanza una forma que les obligue a aprender por la fuerza.
-¿Por qué?
-Porque no hay ninguna disciplina que deba aprender el hombre libre por medio de la esclavitud. El alma no conserva ningún conocimiento que haya entrado en ella por la fuerza.
-Cierto.
-No emplees, pues, la fuerza, mi buen amigo, para instruir a los niños; que se eduquen jugando, y así podrás también conocer mejor para qué está dotado cada uno de ellos.
(Platón)

miércoles, 30 de septiembre de 2015

¿Fluido universal o números eternos, materia o mente? (diálogo entre un milesio y un pitagórico)


Diálogo entre dos amigos de la ciudad de Mileto, uno de ellos recién llegado de Sicilia, donde ha conocido a la escuela de Pitágoras (los llamaremos M y P)


M.- ¡Querido amigo, bienvenido!, ¡dame un abrazo! En cuanto he sabido que has vuelto, he venido al puerto a buscarte. ¿Nos harás el favor de comer hoy con nosotros?

P.- ¡Encantado! Eso sí, tengo que advertirte que ya hace tiempo que no como carne.

M.- Ciertamente, te veo algo más magro, aunque de aspecto sano y sereno. Pero, dime, ¿¡tan mala era la carne en tierras itálicas!?

P.- ¡Ellos presumen de tener mejores reses que aquí en el Asia Menor!

M.- Eso he oído, sí…

P.- Pero en Sicilia he conocido a una sociedad de amigos filósofos que me ha enseñado, entre otras cosas, que todas las almas son hermanas y transmigran de cuerpo a cuerpo: ¡quizás el cordero que asas es un familiar tuyo, o podrías ser tú mismo, en otro momento o lugar!

M.- ¡Curiosa creencia, que, según tengo entendido, también sostienen los lejanos santones de la India! ¿Recuerdas que nuestro viejo maestro, Tales, decía que todo está lleno de principio vital? Pero él nos convenció de que lo que llamamos nacimiento y muerte es una manera humana de hablar, y que, en realidad, todo son transformaciones de la misma cosa, el fluido primigenio. De allí salimos y allí volvemos, pagando nuestro precio por la injusticia de haber querido ser seres separados, como poéticamente lo expresó nuestro otro sabio conciudadano, Anaximandro.

P.- Precisamente de eso me gustaría dialogar contigo. Lo que he escuchado en aquella escuela que te digo, fundada por un tal Pitágoras (al parecer, un hombre muy superior a todos, una especie de encarnación de Apolo, si haces caso a sus discípulos, que siguen una forma de vida muy escrupulosa), me ha hecho pensar más profundamente en todo eso.

M.- ¡Excelente! ¿Me lo cuentas ya, mientras caminamos a casa?

P.- Desde luego. Vamos a ver: nosotros siempre hemos pensado eso que decías: que el cosmos todo es transformación de una única sustancia.

M.- Así es, una verdad indudable.

P.- Seguramente. Y, como decíamos a menudo, nuestra tarea es, en cuanto al conocimiento, conocer con la mayor precisión esas transformaciones, y, en cuanto a los actos, dejar de temer a la muerte y vivir lo más de acuerdo posible con la naturaleza, con amistad, alegría y sensatez.

M.- Exacto.

P.- Sin embargo, a veces nos hemos preguntado por qué la sustancia primitiva se transforma, en esto o en lo otro, por qué no es siempre uniforme, o al menos caótica. Yo no conocí a Tales, pero lo que le escuché a los que sí hablaron con él, no me resultó claro como… el agua, digamos.

M.- Bueno, a mí no me parece oscuro reconocer que la sustancia primigenia tiene en sí misma un principio de vitalidad y creatividad, que, en su dinamismo, produce todas las cosas.

P.- A mí, en cambio, me parece que, aunque los consideres ya mezclados, son dos cosas: la masa o materia con la que se hace todo, y las formas mismas que adopta esa masa en cada momento. ¿No las puedo separar, al menos con el pensamiento: por ejemplo, la forma de planta y esta planta de ahí?

M.- Puedes. ¿Qué ocurre con eso?

P.- Algunos de entre nosotros decían que el propio Tales habría hablado de que una Inteligencia universal dividía el agua. Y esto mismo, por cierto, se dice en algunos mitos de tierras orientales, por ejemplo entre los fenicios, según creo.

M.- Lo había oído, sí. Pero ¿qué necesidad hay de sutilizar acerca de si se pueden separar las formas? ¿No basta con entender que están dentro de la sustancia primitiva y única?

P.- ¿No piensas que es muy importante, incluso para comprender qué somos nosotros, los mortales, saber si las formas y las mentes son o no separables del fluido?

M.- Puede ser.

P.- La razón que tenía yo para no estar satisfecho, y que con el tiempo he comprendido mejor, es que las formas no se transforman, ellas mismas, sino que son eternas. Y no puedo entender, entonces, que existan realmente solo en la masa primigenia, pues en ese caso cambiarían con los cambios de esta. Pero no: son ellas las que, sin cambiar, dan forma aquí o allí a las cosas que vemos. La forma Tres, por ejemplo, no se transforma, ni nace ni muere, sino que es siempre la misma, y da forma a todos los cuerpos que tienen algo ternario (por ejemplo, a la letra delta, D). Así que más bien habría que decir que existen por una lado las formas y, por otro, la sustancia amorfa, el Agua, o lo indefinido, como lo llamaba Anaximandro (aunque él creía que eso es el todo y lo divino mismo), y que de la mezcla de ambas, se produce lo que vemos. Como si hubiera arcilla por un lado (el Agua), y un alfarero por otro (la Inteligencia), que da forma a aquel barro para hacer las diferentes cosas.

M.- Bella explicación. Ahora bien, se me ocurre preguntarte: ¿cómo puede algo como las formas, que –según te entiendo- no son corpóreas, causar algo sobre la sustancia natural, para producir todo esto que vemos y tocamos?

P.- Exactamente, esa es la pregunta. Pues verás, aquí es donde realmente empieza la enseñanza de la escuela de los pitagóricos: según ellos, en verdad no existe otra cosa que formas. Más en concreto: Números; todo es número. No me extraña que pongas esa cara de sorpresa: es lo mismo que me ocurrió a mí las mil primeras veces que lo escuché (si es que estoy ya libre de que me ocurra…)

M.- Explícamelo mejor, por favor.

P.- Escucha: supongo que crees, con los físicos en general, que, en realidad, los colores, los olores, los sonidos… no son tal como los percibimos; es más, que no existen: en un análisis más cuidadoso, son movimientos de elementos más simples, y, en el fondo, del Agua misma, que ya no tiene olor ni sonido ni color alguno.

M.- Sí, eso creo.

P.- Pues bien, da un paso más y piensa que todo lo que llamamos cuerpos y naturalezas, incluida el Agua, son, en realidad, puras formas o números, percibidos inadecuadamente por nuestra alma…

M.- … que también es un número, supongo…

P.- Supones perfectamente. Estos pitagóricos dicen que en todo hay diferentes números, y que el Cosmos es una gran y perfecta Armonía. El Uno o Mónada creen que es algo así como el Padre de todas las cosas. El Dos, o Díada, lo identifican como la Materia…

M.- Claro, porque es divisible en partes iguales.

P.- Así es. Pero fíjate en que la Materia misma, el Dos, es solo un número, no lo que nuestra imaginación cree. Y consideran que los números primos son los que tienen más papel de forma, y que, en su combinación con los pares, permiten explicar todas las cosas. De modo que, por decirlo así, le han dado la vuelta a la tortilla que hicieron nuestros maestros jonios: si ellos, con Tales a la cabeza, pensaron que todo es transformación de una misma sustancia o materia, estos, itálicos (aunque oriundos de la isla Samos), dicen que no hay transformación de materia alguna, sino solo formas, que crean la ilusión de materia y cambio para nuestras mentes cuando se fían de su parte inferior, es decir, según ellos, la imaginación.

M.- ¡Increíble! Tendré que pensarlo detenidamente. Veo que tu estancia en Sicilia no ha sido en vano…

P.- Pues he aquí lo mejor que creo haber aprendido de ellos, y por lo que no me avergüenzo de llamarme pitagórico: es verdad que nacimiento y muerte son una ilusión de la ignorancia humana, pero no porque seamos caducas transformaciones del Agua, como yo creía antes, sino porque somos inmortales formas que se manifiestan en muchos lugares y tiempos sin dejar de ser la misma. Y nuestra tarea en esta vida es purificarnos mediante el conocimiento de los números y de nuestra propia esencia, que es también una armonía y música, semejante a la del cosmos. Todos somos formas dentro de la gran forma total y una. Por eso debemos respetar las otras formas de vida, porque mi alma es la que alguna vez estuvo en ese cordero que ponemos a asar.

M.- ¡Escucha esto: me has aguado la fiesta que te tenía preparada, y me dará hasta pudor morder la pierna achicharrada del cordero (o a su número, si prefieres) delante de ti...! Solo te lo perdono porque a cambio me has traído de Italia ideas sustanciosas para masticar y roer. ¿Al menos aceptarás un buen vino que llegó hace poco del Ática, o tampoco eso está permitido a un ser puro como tú?

P.-¡ Yo soy un modesto principiante! Compartiré contigo esa mezcla de agua y luz que te han traído unos amigos.


¿Qué te parece? ¿Es la realidad un cúmulo de transformaciones de una informe sustancia primigenia, o es un orden de formas eternas? ¿Es aceptable pensar que todo es, en el fondo, Número? 

Hay un físico actual, Max Tegmark, que defiende precisamente que todo el universo es un objeto matemático, que la propia naturaleza es un producto de las matemáticas. Puedes seguir indagando sobre Tegmark y su alucinante pitagorismo, que defiende que hay múltiples universos, aquí. y aquí

jueves, 24 de septiembre de 2015

Zenón de Elea la razón te lía (con un poema)

Zenón de Elea, discípulo y amante de Parménides, quiso probar que su maestro y amado tenía razón en que la multiplicidad y el cambio son ilusiones:

No hay muchas cosas:

Si hubiera muchas cosas deberían ser finitas o infinitas. Pero no pueden ser ni una cosa ni la otra.


  • a) Si el conjunto de todas las cosas es un número determinado, finito, siempre podemos crear un conjunto mayor con la conbinación de esos elementos (este es el teorema matemático que dice que el conjunto-Potencia de un conjunto A es mayor que el conjunto A)
  • b) Si el conjunto de todas las cosas es un número indeterminado, infinito, entonces la mitad de todo es igual de grande que el todo (este es el teorema matemático de que, en los números reales, la parte no es menor que el todo).

Las cosas no se mueven

Si las cosas se movieran realmente tendrían que hacerlo o bien por un espacio continuo e infinitamente divisible, o bien por un espacio hecho de puntos discretos e indivisibles. Pero no puede ser ni lo uno ni lo otro:


  • a) Si la distancia entre dos cosas es infinitamente divisible, entre cada una de las fracciones de esa distancia hay el mismo infinito, y es imposible recorrer una distancia infinita, así que nadie, aunque sea Aquiles, puede moverse de su sitio, cuánto menos alcanzar siquiera a una tortuga.
  • b) Si la distancia entre dos cosas está constituida de puntos finitos, esos puntos tendrán que tener extensión nula (pues, si no, serían divisibles), y la nada que hay entre ellos tiene que ser también de extensión nula. Pero una suma de puntos y espacios de extensión nula no pueden dar distancia alguna.


Esto que puede expresarse tan matemáticamente, también se puede decir en forma de diálogo (como podéis leer aquí y aquí) e incluso poéticamente, como he intentado hacer con estos versos, y os invito a hacer por vuestros mismos:

Sentí que me llamaba tu silencio,
y todo, alrededor, se evaporaba
Estábamos tú y yo, y, alrededor,
espacio, espacio en blanco, plena nada,
medida con la vara del deseo,
contado con los pies de la esperanza.
Me puse a caminar, con pie ligero,
a varios infinitos por zancada,
“¡espera, tortuguita, ya te alcanzo!”,
mientras tú navegabas tu ventaja.
Muy pronto… (¿fue muy pronto, o era tarde?
No sé, porque el reloj perdió sus marcas):
con tiempo te alcancé hasta la mitad
de la distancia de nuestra distancia.
Y tú allí lejos, sin embargo, tú,
mi complemento allí, tú, en lontananza…
Entonces empecé a alcanzar la idea,
caí en la cuenta, entonces, de que estabas
allí donde jamás te alcanzaría
de que la cuenta nunca se acababa
Y comprendí, los dos ahí comprendimos
que ya, por mucho que yo te abrazara,
nunca estaríamos juntos siendo cuerpos,
siempre un abismo entre dos pieles pasa.
¡Quizá si entre nosotros dos hubiera
más cosas, con su vértices y caras,
en las que irse apoyando hasta tenernos
y hacer presente la pasión lejana!
Pero tú y yo, mi tortu, solo somos

una cruel paradoja zenoniana!

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Que es que es. La verdad redonda de Parménides


¿Quién, que se llame estudiante de filosofía, puede pasar sin oír hablar del ser y el no-ser, y de si esto es un sueño o no? Hasta que llegó Parménides los filósofos, para hablar de todo, de toda la realidad, usaban el término Fisis (Physis), que podríamos traducir por “naturaleza de las cosas”. Parménides fue el primero (que sepamos) que se fijó en el Ser como asunto principal del pensamiento filosófico.

Soy esto y soy lo otro: soy profesor o alumno, chica o chico, chistosa o seria... Me preocupa seguir siendo esto, dejar de ser aquello, convertirme en eso otro... Siempre nos ocupamos y preocupamos de y por lo que somos y son las cosas, pero casi nunca nos ocupa el simple hecho de que somos y son: no nos paramos a pensar en el ser, en el ser sin más (ni menos). Es normal: se da por descontado. Todas las cosas son, así que ¿qué diferencia introduce entre ellas el hecho de que “sean”? Siempre estamos ocupados con lo que introduce alguna diferencia, lo que es “relevante”, lo que sobresale, por encima o por debajo. Que las cosas sean, que yo sea, que tú seas, que haya ser… es algo completamente irrelevante, no genera relieve.

Sin embargo, para el filósofo (ese personaje que, según decía no sé quien, se especializa en el Todo) es de la máxima relevancia justo el hecho de que algo no establezca diferencias y sea igual para todos. El ser no se niega a nada, se “da” a toda cosa, y esto le hace completamente diferente a cualquier otra propiedad. En cierto sentido básico, el ser es el mismo para todas las cosas, no discrimina; las demás propiedades, en cambio, son propiedad de algunos y les falta a otros.

Ahora bien, si el ser no introduce diferencias entre los seres, entonces, ¿qué introduce diferencias entre ellos, qué los discrimina, qué pone a unos en el lado de la luz y a otros en el de la oscuridad, o en una mezcla mejor o peor de ambas? No pueden diferenciarse en que son, desde luego: la misma cualidad no puede hacer diferentes a dos seres. Si todas las cosas se volviesen de un solo color, blanco por ejemplo, la vista no las distinguiría: todas serían, para ella, una sola. Claro que, en ese caso, todavía conservaríamos el oído o el tacto para saber que yo soy uno y tú eres otro distinto. Como el sonido no es ningún color, o sea, no pertenece en absoluto al campo del color, puede distinguir a las cosas que no se distinguen por el color. Pero el ser no es como el Color, sino que lo encierra o contiene todo.

Si lo seres no se distinguen en que son, quizás se distinguirán, entonces, por otra u otras cualidades totalmente distintas a la de ser, y estas cualidades serán las que importen, las útiles, las relevantes. Pero ¿qué cosa o cualidad hay que sea distinta y totalmente exterior al ser?, ¿qué hay fuera del campo del ser? Fuera del ser solo está, si acaso, el no-ser, la nada, lo que no es. Solo el no-ser puede conseguir que Tú, que estás ahí enfrente, y Yo, que estoy aquí-mismo, seamos diferentes, que tú no-seas yo y yo no-sea tú.

Ahora bien, ¿puede haber lo-que-no-es? ¿Cómo pensarlo? Cuando pensamos algo, el pensamiento tiene que agarrarse a alguna característica, y es precisamente esa característica la que el pensamiento tiene que reflejar exactamente para que sea un pensamiento correcto y verdadero. Sin embargo, lo-que-no-es solo tiene la característica de no-tener-características. ¿Es eso una característica? Pensar el no-ser es, más bien, pensar en lo que no es; es decir, es no pensar algo que es; o sea, pensar en nada; algo tan absurdo e imposible como ver la oscuridad. El no-ser no puede ser (algo). Si lo fuera, además, le pasaría lo que a los demás seres: sería igual a todos los demás en el ser, y seguiríamos en el mismo problema de cómo diferenciarlos. Si somos todos lo mismo en el ser, ¿qué puede hacer realmente el no-ser, exista o no, para distinguirnos y separarnos?

¿Y si, en verdad, visto con profundidad, por debajo de los relieves o adornos, más allá de las apariencias (que se dice que engañan), no somos diferentes, tú y yo, y las otras cosas, sino que somos… todas lo mismo? Si pudiéramos mirar las cosas con total profundidad, con el ojo de la inteligencia pura (el ojo de la diosa Verdad) no veríamos ninguna sombra que distinguiera una cosa blanca de otra, no entenderíamos ninguna limitación que haga que tú seas tú y yo sea yo. La sombra que distingue a los cuerpos, el no-ser que distingue a las cosas, es solo cuestión de perspectiva, de no estar en la perspectiva total y absoluta, es cosa de tener la vista corta: una ilusión “óptica” (como ver las cosas más pequeñas porque están más lejos).
  
Por supuesto, los mortales no sabemos mirar así, ver lo uno de todo. Como mucho, podemos figurarnos que una diosa vea así las cosas (o la cosa, mejor dicho), y podemos creer que nuestra labor en la vida es “despertar” a ese pensamiento en que todas las diferencias, sombras y no-seres quedan abolidos, convertidos en humo, y solo queda el ser único bien redondo.

Al menos, esto es lo que parece creer Parménides, como otros sabios de otras culturas, según dice su poema, en el que relata lo que dice que le dijo la Diosa durante un “viaje” o transporte místico:

Venga, yo te diré (y tú guarda el relato que me oigas)
qué dos únicas vías de búsqueda hay concebibles. 
La una, la de que es, y que no es que no sea, 
esta es digna de fe y confianza (pues le acompaña la verdad); 
la otra, que no es y que es necesario que no-sea, 
esta está, te lo advierto, del todo desencaminada, 
ya que ni podrías conocer el no-ser (porque nunca se le alcanza) 
ni pensarlo.

Pues lo mismo es el pensar y el ser.
(Parménides, Fragmentos 3 y 4 –traducción mía-)

Del No-ser no sale el Ser, el No-ser no sale del Ser.
El límite de ambos es visto por los que contemplan la verdad.
Sabe que es indestructible Aquello de que este Todo está penetrado.
La destrucción de esta cosa imperecedera nadie es capaz de causarla.
 (Bhagavadgita, II, 16-17 -traducción de F. Rodríguez Adrados-)

 

Asistamos ahora a una ficticia conversación entre el viejo Parménides y el viejo Giorgios, en pleno parque de Elea, soleada villa de la costa italiana, en el siglo VI a. c.

Parménides.- Veamos, amigo: lo que es, es, y lo que no es, no es, ¿no estás de acuerdo?
 

Giorgios.- ¡Para, para, no te lances, espera que lo piense! ¿A ver? Sí, lo que es, es, lo que no es, no es. Ya lo decía mi abuela.
 

Parménides.- A ver si decía esto también: pensamos lo que es.
 

Giorgios.- ¿Lo que es qué?
 

Parménides.- Lo que es ser. Si pensamos lo que no es, pensamos en nada. Y si pensamos en nada, no estamos pensando, aunque lo parezca.
 

Giorgios.- Si me tengo que parar a discutírtelo estamos aquí hasta mañana. Pero ¿a dónde quieres ir a parar?
 

Parménides.- A lo siguiente, ¿cuántos seres hay, en realidad?
 

Giorgios.- Yo no los he contado, tengo muchas cosas que hacer.
 

Parménides.- Pues no te hace falta, porque ya te digo yo que hay sólo uno, el Ser.
 

Giorgios.- Me informas de algo en extremo novedoso, que no sé si va a creerlo mi familia.
 

Parménides.- Si razonan, lo creerán. Diles: supongamos, por simplificar, que hubiese sólo dos, dos seres o cosas. ¿En qué se diferenciarían?
 

Giorgios.- Depende de qué cosas sean, ¿dos habichuelas o dos perros de Esparta?
 

Parménides.- Serán, antes que nada, dos seres, dos cosas ¿no es así? Pero claro, en el ser no se diferencian. Y si no se diferencian en ser, se tienen que diferenciar en el no-ser. Uno no-es el otro, el otro no-es el uno ¿lo ves?
 

Giorgios.- Sigo sin ver tus ocultas intenciones.
 

Parménides.- Nada de ocultas, sino más claras que el agua de esa fuente. Hemos dicho que el no-ser no es ¿no? Entonces ¿cómo vamos a distinguir a las cosas mediante el no-ser? Pero tampoco se distinguen por el ser, porque todas son seres por igual. Así que no se distinguen en realidad.
 

Giorgios.- Lo veo y no lo veo.
 

Parménides.- Te pondré un ejemplo.
 

Giorgios.- Te lo agradezco dos veces.
 

Parménides.- Imagínate que todas las cosas fueran blancas. ¿Podrías distinguirlas?
 

Giorgios.- Por el tacto, o poniendo el oído.

Parménides.- Eso es, compañero. Pero fíjate que fuera del ser no hay nada, mientras que sí lo hay fuera del color. Así que no puedes distinguir las cosas por algo que haya fuera del ser, ni, desde luego, por el ser mismo. Luego llegamos a la conclusión de que Todo es Uno, aunque los mortales, que estamos más bien soñando, creemos que hay muchas cosas y que se mueven.
 

Giorgios.- [tras un breve silencio, pensando] Oye, Parménides, y esto… ¿para qué te sirve?
 

Parménides.- ¿Que para qué? Te acabas de ganar otro razonamiento. Cuando queremos algo o a alguien lo queremos por lo que es, él mismo ¿no?
 

Giorgios.- Claro, eso lo decía mi abuela también.
 

Parménides.- Pero cuando quieres algo para algo, o sea, por su utilidad, no lo quieres por sí mismo, sino por lo que puedes conseguir mediante él. Te pongo, por ejemplo, tu martillo, que sólo te acuerdas de él cuando tienes un clavo que clavar.
 

Giorgios.- Bueno, ahí te equivocas, que yo a mi martillo le tengo mucho cariño: era de mi abuela.
 

Parménides.- Me parece estupendo. Pues ya ves, cuando quieres verdaderamente a algo, no lo quieres para nada, sino para él mismo. ¿Estamos de acuerdo?
 

Giorgios.- No hay quien te calle, eso sí que es cierto. Pero pareces buena persona. Teófilo, mi cuñado, dice que eres un loco inofensivo.
¿En qué te parece que falla (si es que falla) este buen hombre? ¿Te parece que alguien puede intentar, sensatamente, defender que Todo es Uno?

lunes, 21 de septiembre de 2015

Heráclito, la oscuridad luminosa

(Narración, ficticia y, por tanto, real)

Sin hacer caso de las gentes, que dicen que es un loco soberbio y huraño, un día subí hasta la cabaña del viejo Heráclito, el filósofo solitario que, según cuentan, se alimenta de raíces y dice cosas incomprensibles. Lo encontré jugando a las tabas con unos niños. La fama dice que sólo a los niños les tiene aprecio. Me detuve a unos pasos de ellos y, al notar mi presencia, el viejo dijo:
-¿Qué quieres? ¿Sabes el juego de las tabas?
-Sí –dije-, pero vengo a otra cosa.
-¿A qué vienes? –dijo, secamente.
-A conocer tu sabiduría –contesté.
-¿Sabiduría? –dijo, en tono irónico-. Si sabes jugar a las tabas ya eres señor de toda la sabiduría –hizo un silencio. Yo tampoco dije nada. Luego siguió:
-Vete, no tengo nada que enseñarte. En la ciudad hay muchos maestros, pueden enseñarte a ser un buen ciudadano, rico y respetado.
-Ya los conozco –dije yo-. Ahora quiero saber qué dices tú, al que ellos toman por loco.
-Hazles caso –dijo él-. Lo que tengo que decir no sirve para nada, y es absurdo, enemigo de la normalidad.
-Ya sé lo que dicen los normales –insistí yo-, quiero saber también lo absurdo.
-Piénsalo tú mismo, como he hecho yo: estudiarme a mí mismo –dijo en su tono seco.
-Creía –dije- que los que han pensado algo profundo aman a las personas, y están dispuestos a hablar con ellos si los ven deseosos de comprender. ¿Tu sabiduría te lleva a rechazar la amistad?
Entonces él se me quedó mirando, con una mezcla de curiosidad y cierta satisfacción, y con un tono más dulce, me dijo:
-¿Sabes digerir raíces?
-Dicen que son muy amargas –contesté.
-Y por eso mismo son lo más dulce –dijo él.
-Sí, querría ir a las raíces: son las que sujetan el árbol –dije.
-Porque están ocultas a la vista y no son aparentes –dijo.- Lo que yo pueda decirte es locura para los más, que sólo creen lo que se ve, e ignoran la luz oculta. Los más viven en sueños, son propiamente idiotas.
-¿Cuál es nuestra idiotez? –pregunté.
-La idiotez –contestó, mientras seguía jugando a las tabas con los niños- es vivir en un mundo propio, y no conocer el mundo común. Pero hay una única Razón, que lo gobierna todo y es todo. Ella es un fuego vivo, que todo lo crea y todo lo devora, y que huele a diferentes cosas según las hierbas que consume.
-¿Y cuál es esa Razón única? –le pregunté.
-Las gentes, encerradas en su sueño, creen que lo blanco es blanco y lo negro es negro; que lo vivo es vivo y lo muerto, muerto; que lo sagrado es sagrado y lo profano es profano; que lo bueno es lo bueno y lo malo es lo malo.
-Eso creen todos –asentí.
-Sin embargo –siguió-, lo blanco se oscurece y lo negro blanquea; lo vivo muere y lo muerto nace a la vida; lo sagrado se profana y lo profano se consagra; lo bueno hace el mal y lo malo se hace bueno. Esto no le llama la atención al que está metido en el sueño que llaman vida.
-¿Por qué tenía que llamarle la atención que las cosas cambien? –dije.
-Tenía que llamarnos la atención que lo mismo, exactamente lo mismo, se haga justo lo contrario, sin dejar de ser exactamente el mismo e incluso por eso mismo.
-¿Quieres decir que la misma cosa, yo por ejemplo, permanece a través de los cambios? –le pregunté yo.
-No sólo eso –contestó-: es que es la misma gracias a que cambia, como un medicamento, que si no lo agitas se descompone. Y es diferente gracias a que es la misma, como el camino hacia arriba es el mismo que el camino hacia abajo. La normalidad idiota es la que distingue y se queda con sólo una parte. Si esto es blanco, no es negro, si es bueno, no es malo. La normalidad idiota querría eliminar lo negro y quedarse sólo con lo blanco, eliminar lo malo y quedarse con lo bueno… No ven que la guerra es la madre de todo, y que si eliminas uno eliminas el contrario. Sin mortales, no hay dioses, sin dioses no hay mortales.
-Sin invierno no hay primavera, sin dolor no se aprecia la felicidad –dije.
-Es más –siguió él-, no ven que lo uno es lo otro a la vez, que lo más claro es justo lo más oscuro.
-Eso es mucho más difícil de comprender –dije yo.
-Sí, para nuestro entendimiento limitado –contestó-. No comprender eso nos hace mortales. Aunque hasta en las vidas de los más simples se experimenta esto que te digo (o, más bien, lo que dice la Razón por medio de mi boca): por ejemplo, cuando llegan a sentir que una felicidad desbordante no se distingue de la mayor tristeza; o que quien más te cuida es tu mayor tirano; o que lo más luminoso ciega, y la mayor oscuridad, brilla. Pero con su razón no llegan a ver que lo Uno es lo mismo que lo Otro, que el Ser es lo mismo que la Nada, que lo más grande, lo absolutamente grande o infinito, es lo mismo que lo infinitamente pequeño… precisamente porque son contrarios. La sabiduría única dice que cuanto más contrarias son dos cosas más se acercan a ser la misma, y lo totalmente contrario es absolutamente lo mismo. Por eso la mayor sabiduría es la mayor locura, mientras que los ignorantes corrientes son los cuerdos.
-Al sentido común le cuesta seguir a esa Razón común de la que hablas –dije yo.
-Si no abandonas el sentido común –me contestó-, si no ves la idiotez de la normalidad, no puedes entender esto. Si conservas la cordura, la perderás; si la abandonas, la conseguirás. –Hizo un pequeño silencio, y luego siguió-: ¿Ves estas tabas? Los adultos lo llaman un juego. Saben lo que es un juego y lo que va en serio. Lo que ellos hacen es lo real: su política y sus guerras, sus negocios y sus pérdidas, sus hijos y su enemigos, sus esposas o esposos y sus ponerse los cuernos… todo eso es realmente serio, creen ellos. En verdad, es tan juego como las tabas. Es un ridículo juego. No comprenden que tomarse las cosas en serio es estar metido en un juego, y tomarse las cosas como un juego es lo único serio. El dios comprende todo en uno, y ve que guerra y paz son lo mismo. Pero nosotros somos como monos comparados con el dios. Nosotros ponemos nombres a las cosas, y lo que es esto no puede ser aquello. El dios, en cambio, tiene y no tiene nombre.
-¿Qué nombre tiene? –dije yo.
-Los griegos –me contestó- le llaman Zeus, o sea, luz, que es lo más grande. Pero con eso lo separan de la oscuridad. En cambio, el dios no está separado de nada, para el ser Absoluto nada es malo o despreciable. Por eso no puede ponérsele ningún nombre, ni adorársele de ninguna manera. Quiere y no quiere llamarse Zeus.
-¿Nunca podremos comprender eso, entonces? –le pregunté.
-Precisamente ahora lo comprendes –contestó-. Lo comprendes no comprendiéndolo, y no lo comprendes al intentar comprenderlo.
-Viejo Heráclito –le dije, entonces-, tú llevas años pensando en todo eso, y tu gran inteligencia te ha permitido llegar tan lejos que te sientes un extranjero entre los hombres. ¿Qué les dirías, si te pidiesen que les resumieses todo tu saber?
-Los hombres –dijo- dicen buscar el sentido de la vida, la solución al misterio de la muerte. Es verdad que muy a menudo se olvidan de eso, y se dedican a sobrevivir y reproducirse, generación tras generación. Pero el sentido de las cosas está ahí mismo, en cada uno de ellos. Lo encontrarán cuando vean que el sentido es lo mismo que el sinsentido; lo solucionarán cuando vean la vida como muerte y la muerte como vida.
-¿Cómo puede verse a la muerte como vida? –dije yo- ¿Crees que merece la pena decirles algo tan desesperanzador?
-Sólo es desesperanzador para el que no sabe qué es vivir –me contestó-. En lo que llaman vida no hay más que un continuo morir, instante a instante, para repetirse su nada. En la muerte alcanzamos la indistinción, y nos convertimos otra vez en el Zeus y Fuego y Razón única. Ya no distinguimos vida de muerte, felicidad de tristeza: despertamos. Pero los hombres quieren aferrarse a su sueño, y no quieren despertar, aunque en el sueño sufren continuamente. Aprende de esto, del juego. El reino es de un niño.

Esa fue mi primera conversación con el oscuro Heráclito, como le llaman los más, los “idiotas”, según los llama, cariñosamente, el viejo. Después he subido varias veces hasta su choza. Con el tiempo, he aprendido todos los secretos de las tabas, y se jugar sin pensar, y entonces lo comprendo todo. O eso me parece.

¿Qué piensas tú de un pensamiento como éste? ¿Sabiduría y locura son lo mismo? ¿Los contrarios son idénticos?

Ver también esta otra entrada sobre Heráclito

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Del nacimiento de la filosofía. Diálogo sobre mito y logos


Se dice que el nacimiento de la Filosofía en Grecia es el momento en que la humanidad, como si pasase de la infancia a la adolescencia, comienza a buscar explicaciones lo más puramente racionales y menos míticas posible acerca del origen, por qué y sentido de todas las cosas: ¿qué es real, auténticamente real (no aparente)?, ¿qué es bueno y justo?, ¿qué es bello?

Eso no significa que los humanos no se hicieron antes esas preguntas.  Pero, hasta que surgieron los filósofos griegos, las respuestas a todas esas preguntas eran más imaginativas (mágicas, zoomórficas, antropomórficas…) que racionales, más basadas en la autoridad que en la reflexión crítica, y más sometidas a intereses prácticos que sistemáticas. El filósofo griego se dio cuenta de que –como dice irónicamente Jenófanes de  Colofón- los tracios se figuraban a sus dioses, rubios y altos, como son ellos mismos, y los etíopes se los imaginaban negros: si los caballos imaginasen, se imaginarían a sus dioses como caballos. Figuramos a los dioses a nuestra imagen y semejanza. En Grecia, los llamados filósofos intentan comprender y conceptualizar a los "dioses" o a los principios, causas y elementos de la realidad.

¿Por qué ocurre esto en Grecia? Bien, podemos imaginar varias hipótesis: aparte de porque la humanidad, después de los grandes imperios anteriores, estaba ya “madura” para ello (los griegos tomaron todo el saber que pudieron de los egipcios y los persas), Grecia se vio favorecida por ciertas razones naturales: siendo un país lleno de islas y montañas, tuvo que organizarse en pequeños núcleos humanos muy independientes (más difíciles de controlar por un poder político y religioso muy jerárquico y centralizado) y a comerciar, mediante el mar, con otras civilizaciones: viajar y conocer otras culturas es, como se sabe, una buena manera de abrir la mente, pues compruebas que hay más de una manera de vivir. Conocer otras culturas te ayuda a pasar desde Zeus, Brahma o Ra a, por ejemplo, "la divinidad" o incluso el Principio o Esencia de todo. 


                          

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Os invito a leer un ficticio diálogo entre el primer filósofo, Tales de Mileto, y un escriba o sabio egipcio, con los que, cuenta la historia que Tales pasó un tiempo.


Tales.- Bien, querido maestro: ya he preparado mis cosas, dentro de un momento parto para Mileto.

Escriba.- Como quieras, no te insistiré más…

Tales.- Deseo repetirte mi enorme agradecimiento por haberme hecho partícipe de vuestra sabiduría. Los griegos, quiero creer, siempre seremos conscientes de la deuda que tenemos con vosotros, por vuestra sabiduría perenne, frente a nuestras siempre inestables dudas. Sois algo así como nuestro abuelo sabio.

Escriba.- Pero, escucha -¡voy a incumplir mi recién pronunciada palabra!-: ¿por qué, entonces, no te quedas aquí, compartiendo y acrecentando este saber? He conseguido la difícil autorización del Faraón… Serías un gran maestro, por tu penetración y tus moderadas necesidades. ¡A cuántos escribas egipcios, ignorantes y glotones, podrías servir de ejemplo!

Tales.- No tengo palabras para agradecer tu estima, que no merezco…

Escriba.- ¡Déjate de eso! ¿Qué te reclama en Grecia? Tú mismo nos has contado cómo allí los sabios tienen que buscar su supervivencia, entre la incomprensión y las burlas del pueblo, rebelde y desobediente, que cree que lo sabe todo. Incluso estáis perdiendo el sentido de lo divino y del poder, y cada vez más os gobiernan los comerciantes y los aduladores.

Tales.- Tienes razón. Con todo, maestro, prefiero volver a Mileto.

Escriba.- ¿Sabes? Creo que, por alguna extraña razón, no me explicas por qué…

Tales.- Aciertas. Y me doy cuenta de que, con eso, demuestro mi falta de agradecimiento y mi doblez griega… Así que, voy a decírtelo, aunque ello sea mi ruina.

Escriba.- Habla sin miedo.

Tales.- Maestro, creo que vuestra civilización, perfectamente organizada como un panal, con un rey que creéis nombrado por el Dios de la Luz universal, y repitiendo, año tras año, como las estaciones o el cielo, el mismo ritual, está, en verdad… muerta. Sois un pueblo inmóvil, como vuestros túmulos al faraón. En cambio, los griegos, como vosotros mismos reconocéis, somos jóvenes aún. Para alguien que está ansioso de conocimiento, es mucho más interesante un charco griego, tempestuoso de vida, que un enorme estanque calmo. Solo en el primero puede surgir nuevo pensamiento.

Escriba.- ¿Pensamiento y vida en el desorden? ¡Pensamiento y vida son orden, a imitación del Cielo!

Tales.- Quizá el pensamiento y la vida del Sol sean así, pero no las nuestras. Nuestro pensamiento, pienso yo –permíteme que ose decirte mi opinión- crece solo a partir de la pregunta, y nuestra vida, a partir de lo imprevisto. A vosotros no os quedan preguntas y os están prohibidas las verdaderas respuestas, porque vuestros mitos son incuestionables. Y, aunque encierran, seguramente, una gran sabiduría inconsciente, me resultan como… los cuentos de los niños. Los griegos, en cambio, parecemos destinados a pedir razones y a no aceptar autoridad. Y eso es precisamente lo más importante…

Escriba.- Explícate.

Tales.- Yo quiero investigar, por mí mismo, las razones de todas las cosas, las razones por sí mismas: no para mayor honra de los dioses o del rey, ni por temor a ellos, sino para honra de la propia razón y por temor solo a la ignorancia. No me malentiendas, no digo que no necesitemos a los demás. Pero nosotros dialogamos más en la plaza, como se hacen los contratos entre comerciantes, entre iguales (tienes razón, somos comerciantes…), no en la escuela, donde el maestro está elevado en su estrado. Los griegos no podríamos tolerar a un faraón, porque somos todos iguales.

Escriba.- ¿Con toda tu inteligencia no eres capaz de comprender que la igualdad de los hombres es una falsedad, promovida por los que quieren ganarse el apoyo, bestial e ignorante, de la masa, para sus intereses egoístas? ¿Crees que el valor se mide en el Mercado?

Tales.- Los hombres somos desiguales, sí, por naturaleza y por las circunstancias de la fortuna y la injusticia de la sociedad. Y, no, no se mide el valor en el Mercado. Pero esa desigualdad de los hombres debe ser combatida y puesta a prueba en el diálogo en igualdad, y el poder debe circular entre todos, como el dinero. Eso pienso, como ingenuo griego.

Escriba.- ¿Así que crees que los griegos sois superiores a nosotros, los egipcios, y a las otras civilizaciones perennes?

Tales.- Los griegos, en el fondo –te va a parecer absurdo-, solo creemos que somos superiores por una cosa: porque no creemos que haya ninguna civilización superior, y que el Logos es único en todos los hombres, y a él deben responder los dioses.

Escriba.- Tales, creo que, como dices, los griegos debéis de tener un destino nuevo, que nosotros no sabemos entender bien ni podríamos, quizá, soportar. Marcha, y ten toda la suerte y el amparo de los dioses.

Tales.- Gracias, maestro. Tendré siempre presente vuestra enseñanza.

¿Qué te sugiere este diálogo? ¿Significó para la humanidad un cambio, un progreso o un empobrecimiento, el nacimiento de la filosofía griega?